Cafetín de Buenos Aires
Hay un Sr. en la dependencia de Anses de la Av. Córdoba antes de ennuevejulizarse, que vende café. Este simpático personaje ciudadano, no sólo ofrece su imprescindible brebaje, sino que además le abre la puerta a las sras. mayores (casi todas coetáneas. A mí no me la abrió. La puerta.) y hasta brinda un cierto margen de información a quienes lo solicitaren (dentro de sus posibilidades, claro está). Lo cierto es que osé probar uno de sus tan ofrecidos cafés. Claro. En mi subconsciente quedó la imagen del Sr. que pasaba con el carrito en el trabajo de mi mamá, ofreciendo café, alfajores, facturas y demás. Dada mi escasa edad, de café ni hablar (serios problemas tenían mis padres para haceerme bajar un cambio, como para que la nena se diera con estimulantes desde tan temprano).
Oh sorpresa la mía cuando, café en mano, lo aproximé a la zona de mi hocico (nariz-boca) y descubrí un persistente olor a perro mojado.
Junté coraje y recuerdos felices con mi perra Pili, con Tania y con Enya y me entregué a la vuelta a la infancia. Aquí es donde sucede la segunda sopresa de la narradora (en este texto soy mujer). Pasado el momento olfativo, el paso gustativo descubrióme un bucólico dulzor digno del mago de Oz. Digno del país de chocolate de Homero Simpson. Digno de cualquier cosa que empalague y mucho. Podría apostar a que si introducimos una cucharita en aquél café, la misma se sostiene en estado puramente vertical, debido a la concentración de azúcar resultante de esa sobresaturada concentración.
Tan amargo fue el trago que tuve que cambiarle el número a una Sra. (mayor, que se quejaba) para poder terminar con él. Con el café. El Sr. continuó vendiendo (u ofreciendo) cafés por doquier, hasta donde yo sé.
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